domingo, 4 de noviembre de 2018

Una fiesta de 26.2 millas

Estoy en Nueva York, tal vez con la preparación más escasa de siempre y con la dieta menos indicada para afrontar una prueba de estas características, pero con la experiencia acumulada de miles de kilómetros en las piernas y la emoción infinita que siempre me proporciona la posibilidad de añadir una maratón más a mi cada vez más extensa colección. Sin duda, vivir al máximo la experiencia de ser parte activa de un espectáculo único y conseguir ser finisher son los dos grandes objetivos del día.

En 1970, Joe Kleinerman, un cartero neoyorquino que envidiaba las carreras maratonianas que se organizaban en Boston y otras ciudades estadounidenses, convocó, junto con otros corredores, la primera edición del maratón más concurrido y famoso del mundo. Hoy, 48 años más tarde, yo era uno de los más de 50.000 atletas que, con las pulsaciones disparadas, descontaban minutos junto al puente de Verrazano mientras se hacían las presentaciones protocolarias y se interpretaba el himno de los Estados Unidos. La famosa canción de Frank Sinatra dedicada a la Gran Manzana hacía las veces de bocinazo de salida. Acababa de iniciar la aventura hacia mi tercera estrella Major.


El primer tercio de carrera pasa sin apenas darme cuenta. Las vistas del skyline desde Staten Island, el fantástico ambiente en Brooklyn, los contrastes culturales y las miradas indiscretas a lo largo de las calles del barrio judío de Williamsburg. En el paso por Long Island no consigo encontrar los ojos de Ginvile, que sin embargo se ha hecho paso entre la multitud para empujarme con sus ánimos. Una lástima, porque necesitaba ese aporte de energía. Las reservas empiezan a agotarse, las zapatillas pesan cada vez más, y ya no soy capaz de subir las cuestas con tanta agilidad como al principio.


La entrada a Manhattan a través del Queensboro bridge me obliga a disminuir dos puntos la velocidad. Los kilómetros se van haciendo cada vez más largos. Una prolongada cuesta que me va frenando las cada vez más cortas zancadas me lleva en cuatro interminables millas hasta el Bronx. Me encuentro en la parte alta de la maratón. En cuanto a orografía, lo peor ya ha pasado. El recorrido entra de nuevo a Manhattan a través del Harlem. Ninguno de los anteriores días de turismo por la Gran Manzana habíamos estado en Central Park, de modo que me hacía una ilusión especial que los últimos kilómetros fueran dentro del gran pulmón de la ciudad. 

Cuando uno no tiene piernas, ir cuesta abajo es casi tan difícil como ir cuesta arriba. Me dejo llevar por el desnivel negativo, procurando no acelerarme demasiado no vaya a ser que no sea capaz de mantener el equilibrio sobre los castigados pies. Paso por el kilómetro 40 y ahí, en ese momento, recupero de repente el aliento. Ginvile me saluda desde lejos con una gran sonrisa. Mi cuerpo asimila este maravilloso momento de felicidad convirtiéndolo en la fuerza necesaria para terminar sin detener mi paso. Su aventura para llegar hasta este punto no ha sido menos intensa que la mía. La diferencia es que yo sólo tenía que seguir a la multitud, mientras que ella ha tenido que usar el instinto.

Con un tiempo final de 3h57'11" cruzo la línea de meta de mi tercera World Major Marathon en mi segunda experiencia americana. Hoy ha sido más una fiesta que un reto, pero he sufrido tanto o más como cuando busco mejorar la marca personal.

Llega el momento chill out de nuestro viaje de novios, dejar atrás la gran metrópolis y gozar de un estilo de vida completamente distinto en Bali, nuestro próximo destino.

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